En este mundo pasan cosas increíbles. Una de ellas, por ejemplo, es vivir casi anónimamente, como simple sargento policial, y ser enterrado con los honores correspondientes a un general.
Esta tarde, en la ciudad de La Paz, tuvo lugar el entierro del sargento policial Juan Carlos Quenallata. Un cortejo fúnebre solemne con multitudinario acompañamiento de autoridades y pueblo, banda de regimiento interpretando boleros de caballería de esos que hacen llorar, honores militares y acompañamiento multitudinario sin precedentes en el entierro de un efectivo de tropa.. Parecía más bien el cortejo fúnebre de un general. Cientos de policías encabezados por el alto mando de esa institución acompañaron hasta el cementerio a la humilde viuda de Quenallata, embarazada, y a sus cuatro hijos, ahora huérfanos.
El sábado pasado, cuando aún estaba vivo, el sargento Quenallata, como la mayoría de los policías de tropa, era un desconocido para el público. Hoy, muerto tras haber sido salvajemente martirizado por un grupo de cooperativistas mineros, se ha convertido en un símbolo uniformado de cumplimiento del deber hasta el sacrificio de la vida. Además, en torno a su nombre se ha generado una masiva corriente de opinión pública que repudia la violencia y un clamor colectivo en demanda de justicia con rigurosa aplicación de la ley para castigar a los culpables del horrendo crimen que cobró la vida del sargento Quenallata,
Juan Carlos Quenallata formaba parte de un batallón policial que fue enviado el sábado, temprano, a la localidad de Caihuasi, punto de conexión vial en las rutas La Paz-Cochabamba y Oruro-Cochabamba, para despejar un bloqueo de caminos instalado por cooperativistas mineros desde la noche del viernes. Fueron infructuosos los intentos de persuasión realizados por oficiales de policía en procura de que los cooperativistas levanten el bloqueo y se retiren pacíficamente.
El enfrentamiento entre cooperativistas mineros y policías fue duro y prolongado. Los mineros lanzaban cachorros de dinamita a discreción para frenar el avance de los uniformados mientras éstos los gasificaban intensamente obligándolos a retroceder y alejarse momentáneamente los puntos de bloqueo. Luego, tras tomar aire, los cooperativistas volvían a la carga a puro dinamitazo frenando el avance de los policías.
Durante esas escaramuzas los policías apresaron a unos quince hombres del bando cooperativista que finalmente se replegó hacia colinas próximas llevando como rehén al sargento Juan Carlos Quenallata quien, hallándose en la vanguadia, se había alejado mucho del grupo policial. Cuando agotó su provisión de cápsulas de gas, Quenallata quedó sólo e indefenso, circunstancia que los cooperativistas aprovecharon para capturarlo.
Tras esa batalla campal, hasta entonces más estruendosa que mortífera, el saldo fue de una decena de policías heridos por las explosiones y de muchos cooperativistas faltos de aire a causa de los gases pero ilesos. El bloqueo fue despejado por los policías y el tránsito vehicular normalizado bajo su vigilancia.
El sargento Quenallata había sido llevado a una loma cercana al camino donde los cooperativistas se atrincheraron, aparentemente con el propósito de usar a su prisionero como rehén y canjearlo con cooperativistas mineros detenidos.
La negociación para este canje no llegó a realizarse nunca porque los captores de Quenallata, irritados por su "derrota" y por el fracaso del bloqueo, poseídos de furia molieron a golpes a su prisionero, lo torturaron, le robaron su dinero y finalmente le pusieron un cinturón explosivo de cachorros de dinamita en la cintura y lo hicieron detonar.
Es increible que tras esa explosión de dinamita en su estómago Quenallata, con los intestinos al aire y bañado en sangre, inconsciente, hubiese quedado con un hálito de vida. Todo indica que sus verdugos cooperativistas mineros, conocedores del poder destructor de la dinamita, lo dieron por muerto y lo dejaron tirado en el cerro.
Cuando los cooperativistas se retiraron del lugar una patrulla policial fue en busca del sargento Quenallata. Lo encontraron casi despedazado pero aún vivo. En camilla improvisada lo llevaron hasta el pueblo de Caihuasi donde esperaba un ambulancia que lo trasladó hasta la ciudad de Oruro donde fue internado en el Hospital Obrero.
El martirio de Quenallata pudo haber terminado con el dinamitazo en su estómago o poco después, pero no fue así. Se prolongó dos días, desde el sábado hasta el lunes, ya bajo cuidados médicos, aunque sin esperanza alguna de sobrevivir, en el Hospital Obrero de Oruro. Su viuda, con la voz entrecortada por sollozos, relató que cuando pudo visitarlo se horrorizó al ver que tenía un boquete en lugar de estómago y las tripas expuestas.
Pese a ello el sargento agonizante pudo hablar con ella y le relató que mientras lanzaba gases a los cooperativistas estos retrocedían, pero al percatarse de que se le acabaron los gases y que estaba sólo, lo rodearon y capturaron golpeándolo a patadas, puñetes y sometiéndolo a torturas. Cuando le pusieron el cinturón explosivo rogó por su vida, diciendo que tenía esposa, cuatro hijos y uno por nacer, pero sus verdugos no se compadecieron y, por el contrario, hicieron detonar la dinamita.
La viuda espera que el gobierno la indemnice para sostener a sus hijos y clama por justicia. “Que los asesinos de mi esposo no salgan libres dentro de algunos días, como siempre ocurre”, dice.
En verdad, el sargento Juan Carlos Quenallata merecía el entierro de general que tuvo esta tarde.
MINUCIO
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