MARIO D. RÍOS GASTELÚ
El jueves pasado, un grupo de artistas, intelectuales y un público numeroso, rindió homenaje al que fuera cantautor de la música nuestra, Nilo Soruco, fallecido en la Andalucía boliviana hace dos años. Su voz, su talento creativo y su invariable militancia política, lo ubicaron entre los personajes ejemplares de nuestra cultura.
No sólo es el hecho de haber dejado más de 250 composiciones de corte popular y folclórico, sino la proyección que tuvo en el país y más allá de las fronteras. Su voz se elevó hasta las montañas, bajó hasta el llano y siguió el curso del Guadalquivir para ensancharse en el viento y llegar a todos los hogares con su voz y guitarra, como testimonio de su profundo sentimiento por las tradiciones tarijeñas y por el innegable amor a su patria, algo que no se repite continuamente.
Soruco, desde niño, conoció lo que es abrir senda allí donde todo es tupido. Trabajó de lustrabotas y más tarde se arrimó a los sonidos del paisaje y pulsó prima y bordona para acompañar el canto de un hombre hecho pueblo.
A nadie le es desconocida “La vidita San Lorenzo” surgida de los mismos manantiales de la tierra que le vio nacer. Nadie esconde su emoción cuando escucha La caraqueña como un símbolo de amor escrito en los pentagramas de los molles y los sauces, que buena sombra le dieron, cuando la fatiga y los pesares de una existencia pujante, le llevaron al descanso. Bajo el frescor de los majestuosos árboles, elevó su voz en plegaria a los seres divinos en los que él creyó, aquellos que fortalecieron su espíritu cuando ya nadie creía que podía vencer el oprobio del encierro, el exilio, la persecución y la intolerancia.
Jamás fue negada su filiación como militante del Partido Comunista de Bolivia, por el contrario, su credo político fue escudo de lucha ante la injusticia y desigualdad. Allí en las sombrías celdas donde era sometido a torturas, callaba su voz de ciudadano para no comprometer a nadie, pero su acento melódico jamás enmudeció porque supo cantar a su pueblo con aquellos versos que narraban realidades y no utopías de mal gusto o pésimo acento, como calificaban a la música de protesta sus detractores, en una decantación propia de la ignorancia y el desconocimiento del arte.
Se fue Nilo Soruco. Quedó su guitarra repleta de notas y versos. Dos años sin su presencia física, no ensombrecieron al sol que ilumina a las nuevas voces que entonan sus temas. También quedaron los versos, como si aún nos acompañara su franco diálogo cuando escuchamos con evidente nostalgia aquellos tiernos días de El trompito , como queda grabada en la memoria su primera creación A orilla del Guadalquivir dada a conocer cuando el compositor tenía trece años. En aquel entonces, manos amigas le habían obsequiado su primer instrumento musical, una armónica, a la que llama organito de boca.
Tarija en su alma. Bolivia en todo su ser. Cada amancaya, cada limonero, cada arbusto o cada árbol, estremecieron sus pétalos, sus ramas, sus tallos o sus troncos al recoger el mensaje cadencioso de sus estrofas y su cántico.
Dos años pasaron. Su voz se amplifica en el disco compacto presentado en la noche del homenaje, noche que se sumó a los nocturnos ya vencidos desde el día de su partida, y a los noctívagos sonidos que inundan a su San Lorenzo secundados por el murmullo del Guadalquivir. Nadie lo olvidará. Sólo se olvida lo que está muerto.
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