Monday, September 12, 2005

IDH: IRRACIONALIDAD EXTREMA

Actos de irracionalidad extrema se observan desde hace una semana en todo el país protagonizados por autoridades de municipios y de universidades que demandan tajadas más gruesas en la torta del Impuesto Directo a los Hidrocarburos (IDH). El gobierno, desde que surgió el problema, trató de buscar soluciones mediante el diálogo, pero dichos sectores optaron por las presiones: huelgas de hambre, tomas de edificios de la administración pública, bloqueos de calles en las ciudades, bloqueos de caminos provinciales y amenazas de bloquear las carreteras interdepartamentales.

Probablemente son justas esas demandas. Ello no está en discusión. En un país como el nuestro, sumido en crisis económica permanente, todas las instituciones públicas se hallan limitadas en sus presupuestos, porque el Tesoro General de la Nación da lo que puede...y no más. Eso, obviamente, no satisface los requerimientos ni de los municipios, ni de las universidades, tampoco de las Fuerzas Armadas, ni de la Policía Boliviana, ni de los pueblos originarios, ni del sector pasivo, ni de nadie. Administrar la pobreza es una de las tareas más difíciles que pueda imaginarse.

Dentro de este cuadro de austeridad forzosa y prolongada, aparecen los recursos provenientes del IDH, aproximadamente 417 millones de dólares en la gestión 2005, de los cuales 100 millones están en tapete para distribución. Los municipios y las universidades quieren toda la torta, 80 y 20 millones respectivamente. El gobierno sostiene que esa demanda no tiene sustento legal y que sólo puede entregar la mitad -50 millones- porque el Tesoro General de la Nación necesita los otros 50 para cubrir necesidades del país. En este punto se halla trancado el conflicto, hoy, cuando surgen indicios de diálogo.

Lo que preocupa hondamente dentro de este conflicto, más que la intransigencia de las instituciones peticionarias, es la constatación de que las presiones y los bloqueos se han convertido en arma eficaz para imponer criterios unilateralmente, forzando atención a demandas sectoriales o regionales aunque no conjugen con los intereses del país. Ya no se recurre al diálogo.

Otra constatación, igualmente preocupante, es el menosprecio de la legalidad. Cuando vemos a rectores de universidades, alcaldes, concejales, parlamentarios y dirigentes sectoriales, haciendo huelgas de hambre e instando a bloquear caminos para exigir atención a sus demandas, aunque ello implique incumplir leyes, nos preguntamos si este mal ejemplo no cundirá y se volverá contra ellos mismos cuando, otro día, sus discípulos y dependientes los obliguen a satisfacer exigencias bajo presión, sin dialogar y sin cumplir formas de petición establecidas por los reglamentos de las universidades o de los municipios.

Finalmente, no creemos que sea razonable que municipalidades y universidades exijan al gobierno coparticipaciones millonarias en el IDH, sin acompañar a sus demandas el detalle minucioso del destino que piensan dar a esos recursos. Actualmente, según datos oficiales, las universidades destinan a sueldos y salarios el 90 por ciento de los recursos que les inyecta el Estado. Estremece pensar que el dinero del IDH pueda terminar diluyéndose en los bolsillos de la burocracia universitaria o en grandes malversaciones como la recientemente descubierta en una facultad de la UMSA.

Por otro lado, en muchos municipios del país el manejo de recursos procedentes de la Participación Popular ha sido alegre e irresponsable, nada transparente, al extremo de que sus cuentas bancarias fueron congeladas por el Senado.

Con estos antecedentes, corresponde pedir clamorosamente que cualquier coparticipación de universidades y municipios en el IDH sea haga bajo rigurosa fiscalización. El país tiene que saber cómo, cuánto y en qué se ha de gastar cada centavo de ese dinero.

MINUCIO

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