Friday, December 23, 2005

NAVIDAD (Cuento)

MARIO D. RÍOS GASTELÚ

Hoy dejé en la penumbra del cerro plateado, mi lampa y mi picota, dispuesto a hundirme en las calles alegres de la ciudad iluminada de ensueños y encendida en el esplendor festivo de la Navidad.
Bajé del cerro cubierto por la luz insinuante de los astros, llevando en un bolso mis ilusiones, mis recuerdos y mis oraciones rumbo al templo de la Trinidad, donde hace 18 años probé la sal del bautismo y me empapé con el agua de la fuente de la salvación.
Entre cirios agonizantes y mortecinas luces de pebeteros aromáticos, caí de hinojos ante la imagen de la Sagrada Familia, llenando mis ojos de aquellas imágenes sublimizadas por la sencillez de su presencia y la profundidad de sus miradas, evocadas en el insomnio de mis noches inseguras.
Hoy todo era distinto a mis recordados desvelos en aquel cuarto construido con barro, cañas y paja, donde dormía sobre un camastro de pino abrigado de pieles de animales.
El ruido de voces y cantos rebasa las calles y sus ecos inundan el templo. Mañana será la víspera con su estruendo musical de Media Noche y su Credo renovado en el espíritu de los fieles.
Gentes venidas de todos los pueblos aledaños recorren las calles para adorar a un niño de hermoso rostro, cabellos oscuros y una mirada inexpresiva, no conocida allí, en la hoy llamada Tierra Santa, por donde anduvo descalzo el Niño de Belén.
Este niño que adoran tiene una corona de brillantes, oro en los dedos y perlas en la cintura. Le compran juguetes de nácar, pastores de cristal de Bohemia. Vacas, ovejas y burros diseñados en porcelana de Baviera. Reposa en una arquitectónica y elegante vivienda, rodeada del esplendor artificioso de miniaturas de plata y bajo la iluminación de decenas de luces multicolores proyectadas desde el vidrio de caprichosas figuras.
No, no es el niño de Belén el que adoran aquí, en esta ciudad apretujada de creyentes con bolsas repletas de dinero, con oropeles y fantasías sobre artificiosos abetos. El Niño de Belén de Judea, nació en un establo, envuelto por la ternura de sus padres y arrullado por balidos y mugidos.
Yo era alfarero en aquellas tierras, (hoy soy minero) donde una noche, el cielo se estremeció con el paso de un cometa que dejó una estela refulgente y depositó su enorme estrella sobre el alero de paja, donde María velaba el sueño del infante y José oraba en silencio.
Era un otoño cuando llegó el anuncio. Yo dejé a un lado el barro que mis manos de artesano modelaban y me uní a los pastores caminantes, hasta llegar al establo iluminado por la estrella, la estrella de Belén que alumbraría a la humanidad.
Todo era esperanza, sorpresa y un inusual sentimiento de amor fraterno entre los que veíamos con ojos enjugados en lágrimas de asombro, a la familia protegida por dos ángeles.
Después llegaron de Oriente tres astrónomos montados en caballos y camello. Uno de ellos tenía la piel negra y lo llamaban Baltasar. Junto a él iban Melchor y Gaspar. Traían en las alforjas mirra, incienso y oro para el Niño de Belén.
De pronto, en aquella latitud de ensueño, todo fue temor al ser conocida la orden de muerte para los niños recién nacidos. Había que eliminar al niño que ocuparía el trono de Herodes. Fue temor y desconcierto lo que llevó a José y María a huir del lugar.
Yo recuerdo aquel día en que vi a la familia del establo alejarse de Belén. Vi a Maria con el niño en los brazos, sobre el lomo manso de un borriquito, partir rumbo a Egipto. Ese Niño no iba enjoyado, vestía con sencillez envuelto en telas de lana. El padre iba descalzo pisando un suelo cubierto de escarcha. Las figuras de José, María y el Niño se fueron achicando en la distancia hasta perderse en un horizonte rojizo, anunciando la llegada del ocaso. Por mucho tiempo no supimos más de ellos. Yo seguía en mi trabajo, los demás pastaban ovejas, Un caramillo anunciaba el atardecer, cuando ya bajaba la noche desde una empinada colina. El croar de las ranas llamaba a sosiego.
Muchos años, ya no recuerdo cuantos, no supimos del niño. El se había hecho hombre y caminaba por los desiertos de Oriente. Su destino había sido trazado en sagradas escrituras. Aquel Niño que vi en brazos de su madre, vino al mundo para ser crucificado. Su misión era de paz. Hablaba del amor al Ser Supremo, hablaba del respeto al prójimo, de la igualdad entre los humanos, de la verdad, de la justicia, por eso lo clavaron en una cruz
Eso es lo que yo recuerdo del Niño de Belén, de Jesús de Nazaret, del Redentor de la humanidad.
Hoy, bulliciosas están las calles con sus vitrinas de amor, sus abetos de plástico, las voces corales, ruidos de campanillas y derroche de nieve confitada.
En el templo de la Trinidad, elevé mi canto místico secundado por el llanto de los niños del mundo, sin pan ni sonrisas, recordándome el llanto que escuché en Judea: cristalino, sin amargura, sin odio. Todo pasó hace muchos años. Aquí, avanza la noche entre cascabeles y oraciones. Pasará la fiesta y retornaré al cerro. allí me envolverá el rumor del trabajo en la profundidad de las minas de plata.